Fue una semana muy difícil para todos. Para los argentinos, en general, que ven la degradación de esta democracia conseguida con tanto sufrimiento. Y para los jubilados, en particular, cuyos urgentes problemas no solo siguen sin resolverse, sino que aquellos que se manifestaron para protestar recibieron los golpes de las fuerzas de Seguridad.
Fue una semana horrible porque a Pablo Grillo le rompieron la cabeza con la carcasa de un gas lacrimógeno mientras intentaba sacar una foto y, al cierre de esta edición, su vida seguía corriendo peligro.
También fueron momentos tristes para la política, que dejó la centralidad de la protesta en manos de ancianos, hinchas de fútbol, militantes independientes y partidos minoritarios. Y tiempos difíciles para aquellos opositores que, a meses de las próximas elecciones, todavía no saben si permanecer cerca o despegarse de lo que hace este Gobierno.
Hubo una generalizada aceptación mediática a dar por cierto todo lo que decía el Ministerio de Seguridad y la SIDE
Los peores 52 días de Milei. Es probable que el propio Javier Milei esté atravesando sus peores 52 días.
Desde el 23 de enero en Davos, cuando asoció a la homosexualidad con la pedofilia y unió en su repudio a distintos sectores políticos y sociales, hasta el 14 de febrero en el que promocionó una estafa cripto. Continuando con el reportaje con Jonatan Viale, en donde dejó expuestas sus fragilidades sobre el caso $Libra junto con la pornográfica intervención para editar la entrevista. El escándalo de la criptoestafa siguió con novedades diarias, desde la investigación del New York Times revelando pedidos de coimas, hasta los avances judiciales aquí y en el exterior.
El 26 de febrero comenzó otro episodio en el que Milei quedó a contrapelo de todos los constitucionalistas. Incluso de su principal aliado, Mauricio Macri. Fue al firmar el decreto para designar a dos jueces en comisión en la Corte Suprema, sin la aprobación del Congreso. Para colmo, el 6 de marzo la Corte rechazó la jura de uno de esos jueces, Ariel Lijo.
El 1° de marzo, su discurso en el Congreso terminó con un apriete, filmado y con testigos, de su mano derecha Santiago Caputo al diputado Facundo Manes.
Otra de las polémicas de estos 52 días fue su silencio y ausencia durante cinco días de la tragedia de Bahía Blanca, que generaron versiones de todo tipo y el malestar de los bahienses cuando aceptó concurrir al lugar.
Finalmente, esta semana se inició con una denuncia de Carlos Pagni sobre el arribo de un avión privado con una mujer vinculada a la CPAC (la organización conservadora que une a Trump y Milei, entre otros) y decenas de valijas que la Aduana no habría revisado por orden del Gobierno. Lo que recordó a Antonini Wilson y sus valijas con miles de dólares durante el kirchnerismo.
El ruido del silencio. Tampoco corren buenos tiempos para el periodismo.
Dicen los músicos que el silencio es el ruido más fuerte en cualquier composición. El más fuerte de todos los ruidos.
Gran parte del periodismo recurrió al silencio en muchos períodos históricos, con dictaduras y con gobiernos democráticos. Por seguidismo del humor social, por conveniencias económicas o por miedo. El resultado siempre fue nefasto.
El intento de ocultar la realidad puede ser efectivo un tiempo, pero cuando la realidad se impone (porque se impone), aparecen las consecuencias para los periodistas y para el país. Silenciar los errores del poder de turno es malo, incluso para el poder de turno. Y es malo para los periodistas, que quedarán ante la sociedad como cómplices de lo que sabían y no contaron. O de lo que ni siquiera se preocuparon por saber.
Por ejemplo, Patricia Bullrich aseguró en una entrevista que el gas lacrimógeno que le partió la cabeza a Grillo había sido lanzado cumpliendo con los protocolos. O sea, disparado en un ángulo no menor a 45°, para que la caída de la carcasa no lastime de muerte. Pero las imágenes que se veían mientras ella hablaba mostraban exactamente lo contrario.
Ver lo que no existe. Orwell en estado puro: la realidad debe ser la que el Estado quiere que sea.
Pero a la ministra y a la periodista que la entrevistaba, no les importaba lo que se veía en las imágenes sino la construcción de un relato que se intentaba hacer pasar por cierto.
Los periodistas y fotógrafos de PERFIL que cubrieron la marcha vieron otra cosa: el descontrol represivo
Lo mismo sucedió en otro reportaje. Mientras la pantalla de televisión mostraba cómo un policía le pegaba con su bastón a una jubilada, Bullrich decía que quien pegaba era la anciana: “Miren, miren los palos que pega, van a ver que pega como diez palos, miren cómo le pega al policía. El policía se da vuelta para que no le siga pegando palos en la espalda. Y en ese momento la señora se cae.”
Lo cierto es que la imagen que se repetía una y otra vez mientras ella hablaba no mostraba ningún palo pegado por la jubilada. El “miren, miren los palos que le pega”, no se veía. Lo único que se veía era a un policía que le pegaba a Beatriz Blanco, de 87 años, y que cuando la vio tiesa en el piso se escondió entre otros policías.
Es tan impactante una funcionaria que dice ver cosas que nadie ve, como el silencio acrítico en torno a la construcción de esa ficción.
El jefe de Gabinete, Guillermo Francos, también intentó convertir en verdad lo que no era. Al ser entrevistado, afirmó al igual que Bullrich, que “es evidente que la policía no le tira un gas lacrimógeno” a Grillo y que en las imágenes de la jubilada “se muestra que se cayó sola y que ella le pegaba a un policía con el bastón; de ninguna manera un policía le pegó a una anciana, eso no pasó”.
Aceptar como cierta la verdad oficial. Hubiera sido fácil exhibir las incontrastables imágenes que desmentían cada una de las frases oficiales.
Sin embargo, lo que hubo fue una generalizada cobertura del relato orwelliano del oficialismo. Un adormecimiento del sentido crítico que llevó a dar por ciertas, sin el menor cuestionamiento, las informaciones provenientes del Ministerio de Seguridad y de la SIDE.
Llevó a que muchos periodistas confiaran, sin más, en la veracidad de un panfleto que apareció en la marcha convocando a desmanes y atribuido a un grupo trotskista. Sin dudar de que podía tratarse de una operación de Inteligencia, como tantas otras en el pasado.
O a negar la posibilidad de que, como tantas veces también, hubiera personas infiltradas por los Servicios para generar caos. O a evitar preguntarse por qué los policías abandonaron un patrullero con las puertas abiertas, un hecho por el cual nadie fue detenido.
Hubo redacciones de importantes medios en las que esa tarde se les prohibió a los periodistas escribir palabras como “represión” y “marcha de los jubilados”. Debían reemplazarlas por otras como “enfrentamientos”, “las respuestas de las fuerzas de Seguridad” y “marcha de los barrabravas”. En los títulos, la anciana Blanco se convirtió en la agresora del policía; y Grillo, en un militante kirchnerista herido.
Lo que sostenía el Gobierno.
Los periodistas y reporteros gráficos de PERFIL vieron otra realidad. Así lo cuenta Juan Obregón, responsable fotográfico de la cobertura: “Fue conmocionante. No me imaginaba que esto podía volver a pasar. La última vez que recuerdo una situación de tanto descontrol de las fuerzas de Seguridad fue en el 2001. Los policías y gendarmes parecían desatados, descontrolados, sin que los jefes les pusieran freno. Después, como pasa en todas las marchas, hubo una mayoría que marchó en paz, grupitos más predispuestos a hacer lío y los infiltrados, que también siempre hay, que se encargan de las provocaciones para generar noticias.”
Un maestro del nuevo periodismo, Tom Wolfe, decía que es posible que las mentiras sirvan para engañar a alguien en determinado momento; pero también sirven, sobre todo, para revelar una verdad indiscutible: la debilidad de quienes ocultan la verdad.
