¿Cuando una encuesta de satisfacción revela que el 70% de la gente le da tiempo a Milei hasta fin de año antes de soltarle la mano, y alguien muy suelto de cuerpo responde: “Yo tengo la heladera llena, estamos pagando la fiesta de la Yegua, no vuelven más”?
¿O cuando otra encuesta premia a Leandro Zdero como el gobernador con mayor imagen positiva del país, y alguien -yo, por ejemplo- objeta que el 80% de pobreza en el Gran Resistencia lo convierte en el peor?
Steve Bannon, estratega jefe de la Casa Blanca y artífice del triunfo de Donald Trump en 2017, formuló esta idea –“guerra cultural”- como el antídoto contra la supremacía de la izquierda sintetizada en la “teoría de la hegemonía” de Antonio Gramsci. Bannon tomó este concepto de otros ideólogos y propuso cambiar la “narrativa cultural”, restituir los “valores” tradicionales.
En la práctica la batalla cultural -revisionismo conservador- tiene su ‘tempestad de espadas’ en el mundo del sentido común. Es una respuesta a la fragmentación social: la grieta.
Por eso los exégetas de Javier Milei han insistido en que la batalla es moral, relativa a la cultura argenta, a sus usos y costumbres. Con perspicacia, Jesús Ruiz Mantilla propone: “¿Batalla cultural? ¡No!: guerra ideológica”. Pero de entrecasa, puertas adentro, en la soledad que apenas encuentra refugio en la familia y en taciturnos posteos de amigos que no conocemos.
Hay un hecho incontestable: cuando ponemos a dialogar nuestros posicionamientos ideológicos con el contenido de la heladera, no se salva nadie: Milei nos hundió en la peor recesión de la historia reciente; Alberto hizo parte del trabajo sucio al darle continuidad y profundizar el desastre de la entrega macrista. No hay -no puede haber- docencia del oficialismo ni de la oposición. No resisten un archivo.
Todo el asunto de la “batalla cultural” se reduce a agendar carpetazos, agudizar contradicciones, ponerlas en tensión, rascar la glándula de la irracionalidad. El resultado es, pues, moralmente inferior: un concurso de puteadas en el que se miden personajes menores. Un torneo de rufianes.
La “batalla” que nos muestran es una guerra de titulares y tuits y bufones cacareando en Tik Tok, y no tiene nada de “cultural”. Que Alberto Fernández haya pasado de ser “un buen tipo” a un pésimo presidente, y de amar a Dylan a fajar a Fabiola, no es una derrota cultural del peronismo ni del progresismo: es un triunfo de la decadencia planificada a la que se prestó nuestra dirigencia y que la sociedad hoy paga caro.
Que exfuncionarios del gobierno de Capitanich no puedan superar el “juicio de residencia” no convierte en cómplices a los cientos de miles de chaqueños que votaron un proyecto político. Pero quienes votaron a Leandro Zdero tampoco son cómplices ni de su falta de gestión ni del saqueo a cielo abierto de sus funcionarios. Es un error ceder a la tentación de la autoproscripción, dejarle la política a “los políticos”.
La sociedad le ha dicho ¡Basta! a la casta política: ¡Que se vayan todos! (todos los bandidos y nada más que los bandidos). Por eso el triunfo de Milei, que millones de compatriotas lamentamos, para otros fue un día festivo. Pero la política -la vieja, experimentada, industriosa política del pillaje- hizo una finta y volvió a salirse con la suya: no se fue nadie. Ahora todos lo saben.
El país es grande y cada pueblo tiene su idiosincrasia, y la política del pillaje tiene anticuerpos para estar siempre volviendo, pero está claro que los intérpretes que nos trajeron hasta acá y que nos siguen vejando están en la cuerda floja. Por eso, cuando más vacía está la heladera, más fuerte putean.
La tarea de reconstrucción de los lazos sociales sí es una batalla cultural, porque en esa revinculación está la clave de la nueva política (que se parece mucho a la que vislumbró Perón en el ’43, y otros antes y después que él). Lo que viene es un enigma, pero no estamos pisando terreno desconocido: estamos volviendo a transitar un camino olvidado.